Texto: Gabriel Imbuluzqueta
(Escrito y publicado en 1984)
La Comparsa -no podía ser de otra forma- ha tenido desde siempre unas personas encargadas de su conservación y arreglos, por una parte, y de dirigir sus salidas a la calle, por otra. Desde mitad del siglo actual ambos encargos han recaído sobre una misma persona aun cuando, lógicamente, no sea ella la que mantenga en exclusiva toda la actividad que el cargo comporta. El encargado no tiene porqué ser sastre ni pintor, ni carpintero ni metalúrgico. Sólo debe de cuidar de que todos los detalles estén a punto con la suficiente antelación como para que ningún ñiño (y ante la Comparsa tan niños son los infantes como los abuelos) pueda lamentar que alguna nimiedad no esté reparada o alguna minucia desentone con la magnificiencia que corresponde a gigantes y séquito.
Los encargados de la Comparsa son los hombres que hacen posible todo ello: que los Gigantes sean Gigantes, y que los niños sigan siendo niños sin importar su edad.
A lo largo de los ciento veinticinco Sanfermines de la Comparsa no han sido muchos quienes se han ocupado de ella, aunque bueno sería dejar constancia de que todos los hombres que le han dado vida han sido a su manera encargados, por afición y amor, de las figuras que bailaron, pasearon o hicieron correr con el corazón que ellos les prestaron.
En una relación cronológica, siempre necesaria aun cuando pueda resultar cansina para el lector, cabe destacar la inicial preferencia municipal de entregar la conservación y los arreglos a los profesionales de la sastrería. Así ocurre desde aquél primer 1860 hasta el año 1912. En ese dilatado espacio de tiempo figura, en primer lugar, Francisco Ayala, que debutó con los Gigantes recién nacidos y a ellos les sirvió hasta 1875. Él tuvo que hacerse cargo de aquellas figuras que acababan de salir del taller de Tadeo Amorena, vigorosas todavía y no necesitadas de demasiados parcheos. Fue, asimismo, quien las maquilló y engalanó para solemnidades importantes de aquella ciudad que se movía a caballo entre lo urbano y lo rural, que inauguró el ferrocarril en 1860, que recibió al Rey de España en 1861, y realizó la subida de aguas a las fuentes públicas en 1874 o la traída de agua de Subiza en 1875. En estos quince años el encargado de las salidas de la Comparsa a la calle, encargado de la recluta de portadores y del pago a los mismos, fue Niceto Serrano, oficial de la Alcaldía.
El sastre Joaquín Viñas estrenó su dedicación a la conservación y arreglo de la Comparsa en tiempos particularmente felices, ya que los Gigantes recorrieron la ciudad en febrero de 1876 para conmemorar el aniversario del levantamiento del bloqueo a que había sido sometida la urbe pamplonesa por los carlistas en la guerra civil. Los monarcas de cartón salieron a la calle el mismo año para dar su bienvenida al de carne y hueso que llegaba a la ciudad liberada. También en la época del sastre Viñas (consta que estuvo hasta el año 1878), el oficial Niceto Serrano era el jefe del grupo humano que daba vida a la ficción tradicional y festiva.
Serapio Minué, natural de Tauste (Zaragoza), llegado a Pamplona allá por 1863, se encargó desde su sastrería de la calle Estafeta del cuidado y mimo de una Comparsa que ya empezaba a tener necesidad de una vigilancia especial. Aunque no se sabe cuando recibió la encomienda municipal, Serapio Minué aparece ya como encargado en 1883. Y en su empeño permaneció hasta que la muerte le hizo dejar en herencia a su viuda la sastrería, la clientela y la atención a esos representantes cuasi oficiales de la ciudad, que eran y son los componentes de la Comparsa. Si llegó a Pamplona cuando los Gigantes acababan de nacer, el asistió al alumbramiento de los cabezudos, los recogió de la mano de su creador, los vistió y asistió en sus primeros catarros. Serapio Minué fue, en otro orden de cosas, algo más que un mero sastre, ya que compartió tareas empresariales en el Teatro Circo de Labarta y atendió a la colocación de los gallardetes y demás adornos en la Plaza de Toros y otros lugares de la ciudad durante las mecetas sanfermineras. Desde 1900 fue su viuda, Josefa Manso, nacida en la localidad navarra de Torres, quien se preocupó de mantener dignamente la herencia que le había transmitido Serapio. Y a ella fue fiel hasta el año 1912, año en que el consistorio municipal decidió olvidarse de los buenos oficios de los sastres para pasar el encargo a los celadores de obras del propio Ayuntamiento. A lo largo de los 29 años en que Serapio Minué (pudo haber comenzado antes de 1883, pero no hay constancia de ello) y su viuda atendieron vestimentas, coloridos y cirugías, colaboraron con cuatro encargados de las salidas a la calle. Con Niceto Serrano, en primer lugar, que lo hizo hasta 1887, despidiéndose con la visita que realizó a Pamplona la Reina María Cristina; con el también oficial de la Alcaldía Rafael Ilundain (de 1889 a 1895); con José Serrano (1897 a 1903), igualmente oficial de la Alcaldía, hijo del primer encargado, Niceto, que vio el primer viaje de los Gigantes (cuando acudieron a las fiestas de Vitoria, en 1900), el primer estirarse de la ciudad medieval fuera de sus muros (1901) y la llegada a Pamplona del Rey Alfonso XIII. Por último, en 1907 y 1911 figura como encargado de salidas el vigilante municipal (la comparsa perdió categoría en cuanto al cargo ostentado por el titular del puesto) Pantaleón Lacunza.
José Aranguren fue el primer celador de obras que el Ayuntamiento colocó al frente del cuidado de la Comparsa. Corría el año 1913 y habría de continuar hasta 1931. A él le tocó dar juventud a los Gigantes para que eliminasen suspicacias cuando la ciudad quiso romper el corsé de las murallas en 1915 y cuando se colocó la primera piedra del II Ensanche en 1920. En esta tarea de mantener la eterna juventud de unos Gigantes que caminaban inexorablemente por la madurez camino de una próxima ancianidad y una lejana decrepitud, le ayudaron en sus salidas a las viejas rúas urbanas Pantaleón Lacunza (hasta 1923), con el paréntesis del año 1920 en que lo hizo el también vigilante municipal Ceferino Bueno, y con la colaboración compartida de Aniceto Yoldi en 1923; le ayudaron asimismo Lucinio Izu y Aniceto Yoldi de 1924 a 1928; Marcelo Cilveti y Aniceto Yoldi en 1929, año en que los Gigantes estiraron piernas y se fueron de viaje hasta Barcelona; y el repetido Aniceto Yoldi con Francisco Chivite en 1930, habiéndoles tocado gestionar en dicho año pasaportes especiales a los reyes de cartón para desplazarse a las ciudades francesas de Pau y Dax. Francisco Chivite, por último, en 1931 tomó el relevo en solitario. Era el año en que José Aranguren se despedía de su cargo pasándole el testigo a Juan Juániz.
En 1932, Juan Juániz, celador de obras, fue, en solitario, ayuda de cámara de los regios gigantones y demás figuras. Con ellos, fiel súbdito, permaneció hasta 1945, consolándoles de una república, una guerra civil, la euforia de una victoria y el llanto del mundo y las razas en la mayor conflagración bélica de la humanidad. Al frente de la salida de la Comparsa estuvieron Francisco Chivite, ayudado en 1935 y 1936 por Emilio García; Lucinio Izu, que comenzó tras el paréntesis de la guerra civil y continuó hasta 1944, con la ayuda, en los años 1939 y 1940, del ya citado Emilio García, y Francisco Sorozábal, en 1945.
Y fue Francisco Sorozábal quien abrió una nueva era en el cuidado de gigantes, cabezudos, kilikis y zaldikos al convertirse al año siguiente, en 1946, en el primer funcionario municipal que reagrupó los cargos de cuidado y mantenimiento y de vigilar y ordenar las salidas a la calle. Fue asimismo quien más tiempo permaneció cumpliendo esta misión hasta que se jubiló definitivamente en 1976. A él le cupo, entre otras efemérides extraordinarias, preparar a los ya muy ancianos Gigantes para recibir al general Franco (1952), para presidir la anexión de Echavacoiz a Pamplona (1954), o para, ya centenarios en años, escandalizarles con el progreso que nunca soñaron al nacer en la penumbra del taller de Tadeo Amorena y hacerles sentirse enanos en su solemne, y casi podría decirse que tímido, ocupar el centro de la Quinta Avenida de Nueva York (1965). Como ha quedado señalado, él se encargó también de dirigir las salidas, aunque contó con ayudantes en esta misión. Así, en 1946, le acompañó el primer capataz de Obras del Ayuntamiento; de 1947 a 1956 su ayudante fue Emilio García quien. como se ha señalado unas líneas más arriba, fue coencargado de salidas entre los años 1935 y 1940; de 1957 a 1967, Francisco Sorozábal contó con ayudantes 1º y 2º en las personas del mencionado Emilio García y Francisco Apezteguía; de 1968 a 1971, este último pasó a ser primer ayudante, ocupando la segunda ayudantía Agapito Gorricho; de 1972 a 1976, finalmente, el encargado de la Comparsa contó con un solo ayudante, Francisco Apezteguía.
Y fue éste, ayudante durante veinte años, quien se puso al frente de todo el grupo en 1977, permaneciendo en él en la actualidad (esto está escrito en 1984), con la ayuda de Juan Ibáñez desde 1979, cuando los Gigantes estrenan su primer siglo y cuarto de vida, cuando la Comparsa se encuentra en el cénit de su popularidad y admiración de grandes y chiquitos, de indígenas y foráneos, cuando la decrepitud de las estructuras no delata -de ropones afuera- otra cosa que una juventud llena de vida, sangre fresca y corazón tierno de niño.
Serapio Minué, natural de Tauste (Zaragoza), llegado a Pamplona allá por 1863, se encargó desde su sastrería de la calle Estafeta del cuidado y mimo de una Comparsa que ya empezaba a tener necesidad de una vigilancia especial. Aunque no se sabe cuando recibió la encomienda municipal, Serapio Minué aparece ya como encargado en 1883. Y en su empeño permaneció hasta que la muerte le hizo dejar en herencia a su viuda la sastrería, la clientela y la atención a esos representantes cuasi oficiales de la ciudad, que eran y son los componentes de la Comparsa. Si llegó a Pamplona cuando los Gigantes acababan de nacer, el asistió al alumbramiento de los cabezudos, los recogió de la mano de su creador, los vistió y asistió en sus primeros catarros. Serapio Minué fue, en otro orden de cosas, algo más que un mero sastre, ya que compartió tareas empresariales en el Teatro Circo de Labarta y atendió a la colocación de los gallardetes y demás adornos en la Plaza de Toros y otros lugares de la ciudad durante las mecetas sanfermineras. Desde 1900 fue su viuda, Josefa Manso, nacida en la localidad navarra de Torres, quien se preocupó de mantener dignamente la herencia que le había transmitido Serapio. Y a ella fue fiel hasta el año 1912, año en que el consistorio municipal decidió olvidarse de los buenos oficios de los sastres para pasar el encargo a los celadores de obras del propio Ayuntamiento. A lo largo de los 29 años en que Serapio Minué (pudo haber comenzado antes de 1883, pero no hay constancia de ello) y su viuda atendieron vestimentas, coloridos y cirugías, colaboraron con cuatro encargados de las salidas a la calle. Con Niceto Serrano, en primer lugar, que lo hizo hasta 1887, despidiéndose con la visita que realizó a Pamplona la Reina María Cristina; con el también oficial de la Alcaldía Rafael Ilundain (de 1889 a 1895); con José Serrano (1897 a 1903), igualmente oficial de la Alcaldía, hijo del primer encargado, Niceto, que vio el primer viaje de los Gigantes (cuando acudieron a las fiestas de Vitoria, en 1900), el primer estirarse de la ciudad medieval fuera de sus muros (1901) y la llegada a Pamplona del Rey Alfonso XIII. Por último, en 1907 y 1911 figura como encargado de salidas el vigilante municipal (la comparsa perdió categoría en cuanto al cargo ostentado por el titular del puesto) Pantaleón Lacunza.
José Aranguren fue el primer celador de obras que el Ayuntamiento colocó al frente del cuidado de la Comparsa. Corría el año 1913 y habría de continuar hasta 1931. A él le tocó dar juventud a los Gigantes para que eliminasen suspicacias cuando la ciudad quiso romper el corsé de las murallas en 1915 y cuando se colocó la primera piedra del II Ensanche en 1920. En esta tarea de mantener la eterna juventud de unos Gigantes que caminaban inexorablemente por la madurez camino de una próxima ancianidad y una lejana decrepitud, le ayudaron en sus salidas a las viejas rúas urbanas Pantaleón Lacunza (hasta 1923), con el paréntesis del año 1920 en que lo hizo el también vigilante municipal Ceferino Bueno, y con la colaboración compartida de Aniceto Yoldi en 1923; le ayudaron asimismo Lucinio Izu y Aniceto Yoldi de 1924 a 1928; Marcelo Cilveti y Aniceto Yoldi en 1929, año en que los Gigantes estiraron piernas y se fueron de viaje hasta Barcelona; y el repetido Aniceto Yoldi con Francisco Chivite en 1930, habiéndoles tocado gestionar en dicho año pasaportes especiales a los reyes de cartón para desplazarse a las ciudades francesas de Pau y Dax. Francisco Chivite, por último, en 1931 tomó el relevo en solitario. Era el año en que José Aranguren se despedía de su cargo pasándole el testigo a Juan Juániz.
En 1932, Juan Juániz, celador de obras, fue, en solitario, ayuda de cámara de los regios gigantones y demás figuras. Con ellos, fiel súbdito, permaneció hasta 1945, consolándoles de una república, una guerra civil, la euforia de una victoria y el llanto del mundo y las razas en la mayor conflagración bélica de la humanidad. Al frente de la salida de la Comparsa estuvieron Francisco Chivite, ayudado en 1935 y 1936 por Emilio García; Lucinio Izu, que comenzó tras el paréntesis de la guerra civil y continuó hasta 1944, con la ayuda, en los años 1939 y 1940, del ya citado Emilio García, y Francisco Sorozábal, en 1945.
Y fue Francisco Sorozábal quien abrió una nueva era en el cuidado de gigantes, cabezudos, kilikis y zaldikos al convertirse al año siguiente, en 1946, en el primer funcionario municipal que reagrupó los cargos de cuidado y mantenimiento y de vigilar y ordenar las salidas a la calle. Fue asimismo quien más tiempo permaneció cumpliendo esta misión hasta que se jubiló definitivamente en 1976. A él le cupo, entre otras efemérides extraordinarias, preparar a los ya muy ancianos Gigantes para recibir al general Franco (1952), para presidir la anexión de Echavacoiz a Pamplona (1954), o para, ya centenarios en años, escandalizarles con el progreso que nunca soñaron al nacer en la penumbra del taller de Tadeo Amorena y hacerles sentirse enanos en su solemne, y casi podría decirse que tímido, ocupar el centro de la Quinta Avenida de Nueva York (1965). Como ha quedado señalado, él se encargó también de dirigir las salidas, aunque contó con ayudantes en esta misión. Así, en 1946, le acompañó el primer capataz de Obras del Ayuntamiento; de 1947 a 1956 su ayudante fue Emilio García quien. como se ha señalado unas líneas más arriba, fue coencargado de salidas entre los años 1935 y 1940; de 1957 a 1967, Francisco Sorozábal contó con ayudantes 1º y 2º en las personas del mencionado Emilio García y Francisco Apezteguía; de 1968 a 1971, este último pasó a ser primer ayudante, ocupando la segunda ayudantía Agapito Gorricho; de 1972 a 1976, finalmente, el encargado de la Comparsa contó con un solo ayudante, Francisco Apezteguía.
Y fue éste, ayudante durante veinte años, quien se puso al frente de todo el grupo en 1977, permaneciendo en él en la actualidad (esto está escrito en 1984), con la ayuda de Juan Ibáñez desde 1979, cuando los Gigantes estrenan su primer siglo y cuarto de vida, cuando la Comparsa se encuentra en el cénit de su popularidad y admiración de grandes y chiquitos, de indígenas y foráneos, cuando la decrepitud de las estructuras no delata -de ropones afuera- otra cosa que una juventud llena de vida, sangre fresca y corazón tierno de niño.